21/10/13

Crisis del '30



Comparto la visión del colega y amigo de cátedra Eduardo Gorosito. No encontré una mejor manera de explicar la crisis del ’30:

Pese a la gravedad de los acontecimientos con los que se presentaba el siglo XX (guerras y monopolios) persistía aún el optimismo con respecto al crecimiento de la economía capitalista. Pero la crisis que se desencadenó en los Estados Unidos en octubre de 1929, y que se venía manifestando desde años antes en otros países (en Inglaterra desde 1921), se destacó por sobre todas las anteriores por su profundidad y duración. Esta crisis ha pasado a la historia con diversas denominaciones, y en general se la recuerda como “la crisis del 30”.

Conocer las características principales de las crisis económicas, sus causas y efectos, resultan esenciales para entender no solo la respuesta teórica y practica posterior (Keynes), sino también para entender mejor todavía el pensamiento precedente (neoclásicos) y al mismo tiempo indagar sobre sus efectos en nuestro país con cambio de modelo económico, político y social incluido.


La esencia de la crisis

Cuando se presenta una crisis económica, lo que inmediatamente salta a la vista es que la mayoría de los vendedores no encuentran adquirentes que puedan comprar, a precios remunerativos, todas las mercancías puestas en el mercado. Por esto, la crisis  aparece como una escasez de demanda, es decir, como la inexistencia de una demanda suficiente para absorber toda la producción a precios que cubran, al menos, los costos de producción.

Juan Bautista Say (1767-1832), economista clásico francés, afirmó que toda oferta crea una demanda de igual cuantía monetaria: Quien vende mercancías recibe a cambio de estas una cantidad de dinero con la que no puede hacer otra cosa sino gastarla en la adquisición de otras mercancías. Es decir, no se ofrece una mercancía si no es con el fin de demandar otra mercancía, siendo así, la demanda y la oferta, dos momentos de un mismo acto económico, haciendo imposible el desequilibrio entre las dos.

Esta concepción, que pasaría a denominarse Ley de Say, niega la posibilidad de crisis económica al negar la posibilidad de demanda insuficiente, y fue durante décadas incorporada al conjunto de verdades indiscutibles por la teoría neoclásica.

La ciencia económica tardó mucho tiempo en descubrir dónde reside el error de Say. El primero en criticarlo fue Carlos Marx (1818-1883), quien señaló que dicha ley pudo haber sido cierta en sociedades anteriores a la capitalista, cuando las personas sólo requerían de dinero para gastarlo en la adquisición de otras mercancías. Pero en el sistema capitalista, el dinero no sólo es intermediario de los intercambios, sino que sirve como capital. Es decir, que el empresario dispone del dinero obtenido en la venta de sus mercancías, para reconstituir e incrementar su capital, pero esto sólo lo hará si puede razonablemente suponer que el capital en el que convierte su dinero puede darle un beneficio.

Si estas previsiones no son favorables, la conversión del dinero en mercancías no tiene lugar, lo que implica una interrupción del circuito de ventas y compras, y de allí tienda a generalizarse hacia todo el sistema económico. Por ejemplo, si un empresario por cualquier razón considera que sus previsiones de rentabilidad no son favorables y por lo tanto no gasta el dinero que ha recibido por la venta de sus mercancías, todos aquéllos empresarios que producen las mercancías que éste habría tenido que adquirir, quedarán con una parte de su producción sin vender, reducirán también ellos su demanda y difundirán el efecto a otros empresarios. Y así sucesivamente.

Esa reducción de la demanda, afectará el nivel de empleo: el desempleo  irá en aumento a medida que el anterior proceso tenga lugar, con la consiguiente caída de la demanda de bienes de consumo por parte de los trabajadores, afectando también a otros empresarios. Es todo una reacción en cadena. Como se puede observar, el equilibrio entre los bienes producidos y los utilizados, necesita de proporciones que nunca se establecen con precisión, ya que cada empresario tantea la forma de obtener los mejores beneficios, evaluando el estado del mercado y decidiendo de acuerdo a su estricto interés individual. De esta forma - torpe y socialmente costosa - cada empresa decide qué y cuánto se ha de producir sin saber qué es lo que van a elaborar las otras empresas del país o del extranjero, suponiendo cada uno que el mercado absorberá sus productos luego de elaborados.

Estas desproporciones, que dan lugar a situaciones de exceso y escasez; de ajustes y reajustes; de subidas y caídas de precios; otorgan momentos de beneficios adicionales y momentos de bancarrota, y constituyen el modo burdo y ciego en que se imponen las leyes del mercado. ¿ Qué motivos pueden impulsar a un empresario a considerar favorables o no las perspectivas de rentabilidad?.

Una empresa que produce bienes de consumo hará sus previsiones de rentabilidad, si sus compradores son fundamentalmente asalariados, observando la marcha futura del nivel de empleo, directamente vinculado a la capacidad de consumo. En este caso la previsión no es muy difícil de hacer. Pero esa empresa es abastecida de bienes de producción por otras empresas, que a su vez lo son por otras y otras más, en una larga cadena. Así, la demanda de factores de producción por parte de estas empresas, en esa larga sucesión antes mencionada, no está ligada a ningún elemento natural, y sólo dependerá de lo que las demás empresas decidan hacer.

Como todo está en continuo movimiento y cambio, para una determinada empresa puede no estar del todo claro lo que las demás empresas de quienes depende, harán en el futuro, y por lo tanto no tendrá base suficiente para hacer previsiones fiables sobre la rentabilidad de las inversiones que desea hacer. Podrá ocurrir entonces una caída de estas inversiones, con la consiguiente reacción en cadena antes mencionada, al encontrarse muchas empresas distantes del único elemento realmente estable a lo largo del tiempo que el sistema posee: el consumo de los asalariados.

Los fenómenos antes mencionados, que se dan comúnmente en una rama, en un mercado, en una región o en determinado país, dan lugar a crisis parciales del sistema económico. Pero existen situaciones que subyacen en el sistema y que pueden provocar la extensión de la crisis a todas las ramas de la economía y al mundo entero. Como eso sucedió a partir de 1929 con una profundidad antes desconocida, es importante señalar sus principales características.
Mencionamos antes que las crisis económicas comienzan a manifestarse cuando las mercancías no encuentran salida porque se han producido en cantidades mayores a la capacidad de compra de la población. Un fenómeno fácilmente observable hoy, es la combinación de dos elementos que amplían a niveles nunca vistos, tanto la producción como la productividad. Por un lado, la aplicación cada vez más rápida de nuevos adelantos técnicos y científicos a la producción. Es decir, las empresas permanentemente y con mayor rapidez emplean más y mejores maquinarias que elevan la producción  y la productividad de bienes. Esto requiere de enormes inversiones que no se realizan por una simple aspiración a la modernización, sino porque si desean seguir existiendo como tales,  se ven obligadas a hacerlo enfrentadas a una creciente competitividad. Quien no lo hace se verá desplazada del mercado por otra que obtiene más y mejores productos a un precio más bajo. Es una cuestión de vida o muerte.

Por otro lado, y también fácilmente observable en la actualidad en el ámbito mundial, se le agrega la creciente intensificación de la jornada laboral. Los asalariados trabajan cada vez más horas, con mayores exigencias de producción y a un ritmo más intenso.

Ambos elementos combinados producen una verdadera explosión productiva en el sistema, que no va acompañada con un aumento a igual ritmo del ingreso de los asalariados, que constituyen  por su número en cualquier sociedad moderna el grueso de los consumidores. Esto también es “obligatorio” en el sistema, puesto que la motivación de la producción es el beneficio, y éste se encuentra en relación inversa a la participación de los salarios en el producto. El resultado  es que existe una tendencia constante a que la sociedad capitalista debilite su propio mercado.

Cuando el stock de mercancías “sobrantes” comienza a llenar los depósitos de las empresas, los empresarios reducen la producción y con ello, comienzan a reducir el personal empleado. Otra manifestación consiste en la caída de los precios ante la abundancia de mercancías sin vender, lo que lleva a que las empresas más pequeñas y medianas, con menor margen de maniobra frente a los costos de producción, no puedan soportarla y quiebren. Estos dos elementos combinados profundizan el desempleo.

El desempleo de millones de trabajadores disminuye decisivamente la capacidad de compra de los mismos, que son, como dijimos antes, la inmensa mayoría de los consumidores, afectando por transmisión a gran número de pequeños productores de la ciudad y del campo, al comercio y a las finanzas cuando se corta la cadena de pagos e interrumpe el crédito. Las dificultades crecientes de las empresas más chicas comienza así a trasladarse a las más grandes.

A medida que la crisis se expande, los problemas llegan a las empresas que tienen acciones que cotizan en la Bolsa de Valores. Cuando esto ocurre, cae la cotización de sus acciones, y se difunde la bancarrota, con la quiebra de grandes empresas industriales, comerciales y bancos.

En síntesis, el descenso de los ingresos de los trabajadores y demás sectores populares, causado por los bajos salarios y el desempleo creciente, baja abruptamente su capacidad de consumo. Cuando el consumo de la sociedad disminuye, los empresarios, al no tener probabilidades de ubicar la producción, retraen la inversión, comenzando un círculo vicioso en el cual toda la economía cae en una profunda depresión.

Aparece así una situación sumamente paradójica: millones de personas son arrojadas a la marginalidad y al hambre porque la economía ha producido “demasiado”. Esta característica diferencia sustancialmente a las crisis contemporáneas con las crisis de otras etapas de la historia de la humanidad. En la antigüedad o en la época medieval, las hambrunas se extendían como consecuencia de grandes calamidades naturales, por los efectos de guerras o epidemias, o simplemente por la insuficiencia de la producción, lo que causaba escasez de productos. Bajo el sistema económico capitalista, las crisis se producen por sobreproducción. Pero al término sobreproducción debemos agregarle “relativa”, porque el problema no consiste en que la mayoría de la población no desee adquirir los bienes “sobrantes”, sino que no tiene con qué adquirirlos, es decir, no posee los ingresos necesarios para comprarlos y consumirlos. El “sobrante” sólo existe con respecto a la capacidad de demanda, y no con respecto a las necesidades reales de la sociedad, siendo por lo tanto una sobreproducción relativa.

La caída del consumo arrastra consigo a las importaciones que, como respuesta provoca similar descenso de las exportaciones. Debemos agregar, además, que, con el objetivo de defender el nivel de empleo, los gobiernos toman medidas proteccionistas con respecto a sus industrias, lo cual, combinado a lo anterior, provoca una disminución notable del comercio internacional. Por ese motivo, los países que más vinculadas tienen sus economías con el exterior, son lo que reciben en forma más rápida y profunda los efectos de la crisis.

El comercio internacional se convierte así, en el principal transmisor de un país a otro, de los efectos de la crisis de sobreproducción relativa. Y este es otro motivo más para acentuar la respuesta “proteccionista” de los gobiernos.

Entre los principales acontecimientos políticos y sociales que hicieron eclosión por los efectos de la Gran Depresión, debe mencionarse al avance internacional del fascismo, la forma más reaccionaria y terrorista de dictadura de los grandes grupos monopólicos, con su secuela de racismo, exterminio y guerra, que culminaría precisamente en el estallido de la Segunda Guerra Mundial.

En nuestro país la crisis internacional jaqueó al modelo agro-exportador implantado desde la organización del Estado nacional en 1860-80. Su efecto político inmediato fue el golpe militar de 1930 contra el gobierno constitucional de Hipólito Irigoyen. Pero los efectos económico-sociales se manifestaron en la caída de las exportaciones de bienes primarios, la consiguiente crisis agraria, la migración interna y la acelerada urbanización.

La combinación del excedente de capitales con un mercado insatisfecho y la disponibilidad de mano de obra, crearon las condiciones para el surgimiento del proceso de industrialización por sustitución de importaciones, donde el Estado jugó un papel creciente como agente económico. A su vez, el inicio de este proceso condujo a cambios importantes en la composición social de la población argentina, teniendo la clase obrera industrial un peso creciente, que se haría notar claramente a partir de 1945